El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

8/2/16

Muérete, amor


Estáis invitados al degüelle. 



Presentación de Te amo, destrúyeme, el nuevo libro de micro relatos de Ana Grandal, en el que la autora reflexiona con breves historias sobre lo que es el amor.

El amor, ese extraño y poderoso sentimiento capaz de  arruinar o divinizar a las personas.

Os dejo con un cuento de Mi marido es un mueble que habla en su favor, a pesar de la heroína que alimenta la sangre de la protagonista:


Solo quiero que
no vuelva
a pedirme
perdón

 La niña me observa. Arroja una piedra para emborronar el agua y vuelve a mirarme. Se ríe viendo en el estanque cómo la cabeza se me deforma, cómo la ondas concéntricas me disuelven y dejo de ser yo. Para de reír cuando desaparezco, cuando el cuerpo ya no zigzaguea y todo se confunde en curvas de colores. Me alejo escondiéndome tras el tronco de los árboles, esperando que me busque a su alrededor, posando un poquito de desamparo en su corazón y otro poquito de misterio en su alma, pero ha visto pájaros y nuestro juego se ha acabado. Me alejo hasta perderme fuera del parque, volviendo a la selva de ladrillos y cristal, de coches con prisas y carreras de obstáculos por la acera. Llevo en mi memoria algo de otoño, un arrastrar de hojas secas como escamas crujientes de colores que me han empolvado los zapatos; el olor a claustro de la rosaleda, el sonido del correr de las fuentes, la última luz antes del anochecer.

Ha estado aquí.

No digo nada. Para qué contestar. Habrá venido a por sus cosas, las pocas que dejó. Me encojo de hombros.

Quería hablar contigo.

¿Conmigo? ¿Hablar? No recuerdo cuánto hace que decidimos no escucharnos. Seguramente coincidiría con el momento en que comenzaron los reproches, y luego las miradas brillantes de ira, y las voces soeces más tarde, hasta llegar al silencio, al castigo de la indiferencia, de la más absoluta pasividad en nuestra relación. Algo parecido a la línea recta del electrocardiograma que certifica la defunción.
No consigo concentrarme en la lectura de Sergio Pitol. Una y otra vez me pierdo y regreso al estanque, me introduzco en la mirada de la niña y siento el desamparo. Una y otra vez busco no sé qué. Cierro el libro, cojo la guitarra acústica que ella me ayudó a reparar y rasgo las cuerdas aceradas en busca de un tono ideal. Enseguida acuden a mis labios, en cascada, formando un murmullo, las primeras palabras. Quiero decir ojos y digo luna; quiero decir tierra y digo pasión; quiero hablar de tristeza y echo aire por la nariz. Procuro escribirlo como lo siento: con profunda melancolía.

Está aquí otra vez.

No quiero verla. Se lo digo con la mirada. Ya para qué.

Por lo menos díselo tú. Ten valor para eso.

Es verdad. Por lo menos debería ser yo el que le dijese que no quiero hablar más. Pero no puedo. Tampoco me dijo nada ella cuando desapareció. Ya para qué. Para gastar saliva, para rompernos más el corazón, para derramar lágrimas y acentuar las arrugas de la frente, para espesar el silencio y convertirlo en una masa alquitranada que se aloja dentro del pecho e impide respirar.

No puedes dejarlo así, después de tantos años. Díselo.

Para mirarnos como si nos reflejásemos en espejos rotos, con ojos diferentes, desconfiados; para recordar deudas que entierran todos los mundos felices, para acechar el miedo al frío glacial de la soledad, para castigarnos el alma con vacíos de querer.

Para arreglaros. Todavía es posible. Lo estáis deseando. Díselo.

Para no tener que enterrar nada más en el abismo de los recuerdos indeseables, para no tener que volver a maldecir, para no sufrir, para no volverme loco, para dejar de pensar en dejar de vivir.

Pasa... ahí lo tienes, tocando la guitarra, murmurando palabras de amor,
sonríe. Las madres, siempre comprenden.
Os dejo solos.

Para iluminarme por dentro, para darme la vida, para hacerme sentir el ser más feliz, para llevarme de nuevo al Paraíso, para hacerme creer importante, para querer despertar cada mañana con alegría...
No habla, no dice nada. Se sienta en el rincón, sobre el puf marroquí, y baja la cabeza. Parece que va a llorar. Sí, su cuerpo tiembla. Solloza en silencio, aspirando los mocos aguados por la nariz. Otra vez tiene los brazos marcados y costras en el cuello, junto a la yugular. Otra vez le vienen los temblores. Otra vez la mirada perdida y su ausencia. Ese juego de animales se ha repetido y ha vuelto a ganar el más grande, el huracán del que beben sus venas desde antes de conocerla.
Pasa el tiempo, despacio, dentro de la habitación. He suspirado profundamente sin darme cuenta. Me levanto, cierro la ventana que me separa de la noche y cubro con uno de mis jerséis su extremada delgadez. La beso en la frente con todo el amor que soy capaz de transmitir, la rodeo con los brazos y la estrecho contra mi pecho para darle calor. Quiero hablar pero no puedo, no me salen las palabras. Cierro los ojos. Solo pido que no vuelva a pedirme perdón.
Que las aguas se calmen, que dejen aquietarse su imagen desdibujada, que el mundo deje de girar solo en una dirección, que la gravedad no nos obligue a arrastrarnos por el suelo, que los corazones grandes no sufran, que la noche proteja a todos, que todos podamos tener una nueva oportunidad, que solo pierdan los que quieran competir.
Solo eso,
y que no pida perdón

jamás.

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