El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

5/3/07

ME LLAMÓ BOBO




ME LLAMÓ BOBO


1.
Me llamó bobo y me dijo que no sabía que más hacer para hacerla sufrir. Luego cerró de golpe la puerta, y creó un huracán que volteo las páginas sueltas de los borradores e hizo centellear una nube de polvo que acuchillaba la luz que al mediodía penetraba por entre las rendijas de la persiana.
El taconeo furioso se iba perdiendo escaleras a bajo y pude oír el crujido del escalón combado del segundo, lastimero como el de una mecedora vieja. Primero intenté vocalizar un grito de disculpa, que se ahogó dentro de la garganta, y fue sustituido por un estertor ronco y telúrico que seguro procedía de mi otro yo. Luego me alegré de no pronunciar frase alguna que mostrara mi rendición sin condiciones ante lo evidente de mi estado etílico. Perdón jamás.
Me derrumbé asegurando mi espalda contra la pared, dejando caer en la derrota el cuadro de Peter que tanto odiaba ella y la torre de discos compactos que contenía la colección completa de los Rolling Stones. Quedé sentado en el suelo viendo como todavía volaban algunas páginas de espuma blanca que intenté atrapar con la mano de no fumar. Me arrepentí nada mas leer aquella primera línea: “estamos ambos unidos y sin embargo somos seres disociados”, gilipollez suprema, prueba de mi evidente fracaso. ¿Cómo vamos a estar unidos y disociados a la vez? Iba a responderme cuando sentí temblar la pared debido al crujido de la puerta del portal. Inmediatamente después, el telefonillo hirió mis oídos con un pitido de olla a presión infernal que no iba a acabarse nunca. Intenté levantarme aunque sólo fuese para acallar la voz de mi conciencia, pero me era físicamente imposible. Se me ocurrió quitarme el zapato e intentar hacer diana sobre el telefonillo. Tiré sin fe y fallé. El otro zapato me inspiraba más confianza, lo cogí del empeine, sopesé su forma y peso, y lo lancé con la fortuna de ver caer aquella chicharra pálida de cuello enroscado, dúctil y reversible. Escuché entonces unos cuantos insultos procaces y mal entonados que hacían énfasis en la última silaba de una manera alargada y quejumbrosa. Después llegaron las amenazas con el fin de los días y la llegada de las noches eternas frías y sin pasión. Luego la nada, quizás unos lloros o quizás unos pasos asincopados y arrastrados o quizás el sonido de un abejorro de metal. Fue entonces cuando me oí decir, esta vez con voz de trueno, algo así como: “te quiero Perlita”.
Y caían los lagrimones resbalando sobre las arrugas de los carrillos. No lloraba, pero estaba triste. Encendí otro de aquellos cigarros sin filtro que encontré bajo las novelas que Pera traía pensando que valían su peso en oro por ser primeras ediciones. A la tercera calada una voluta densa de humo intentó cegar la luz, pero sólo consiguió difuminarla y encender de azul cobalto aquella habitación. Fue entonces cuando me di cuenta de que las páginas de El mago de burbujas brillaban con detalles de filigrana dorados, y las de Anillos de papel tenían como impresiones de huellas digitales muy pequeñas y alargadas. Por un momento me fijé en las hojas mezcladas en el suelo. Recogí aquellas que estaban más a mano, volví a exhalar otra nube y las lancé hasta verlas volar entre el humo. Un otoño de colores descendía desde el techo de la habitación meciéndose como pájaros imantados. Una sonrisa con baba almibarada se me descolgó viendo aquel espectáculo. De rodillas me acerqué hasta el pupitre donde descansaba El oro de Niebla y lancé unas pocas hojas a la vez que expelía una nueva bocanada de humo. Las páginas se bamboleaban en un tenue compás y se tornaban granate al penetrar en la fumada. El misterio de las hojas de colores según la novela a la que perteneciesen había empezado, Fores Bond intentaría descubrir que se escondía tras este asunto: ¿tendría que ver algo en ello los cigarros de camel sin boquilla? en caso positivo, ¿sería determinante que aquellos cigarros llevasen al menos dos años tirados en el suelo y estuviesen secos y estropajosos?¿cómo se debería entender el código de colores otorgado a cada novela?
No estaba yo para pensar mucho. Para formalizar empíricamente el descubrimiento me vi obligado a lanzar al aire todos los borradores escritos durante aquellos tres años de encierro voluntario en la buhardilla. Un tras otro, después de la calada reveladora, aparecían los folios por el aire en un vaivén esmeralda o dorado o añil. Luego mezclé los colores con intención de recordar los fuegos artificiales de Duratón. Hasta que me quedé sin tabaco. Busqué por el suelo con la nariz pegada a la madera intentando escudriñar lo que ocultaban las bajeras de los muebles victorianos que parecían haber sido construidos con la casa. No me atreví a meter la mano hasta que el mechero alumbró titilante una selva de hilos de seda y cabellos enredados. Después, ya de rodillas, desalojé los libros de los sillones y levanté los cojines, pero tan sólo encontré restos de una pizza, un puñado de pipas tostadas de girasol y diez o doce gomas usadas de un amarillo cavernícola. Uno por uno los estantes quedaban vacíos de libros mostrando el polvo que la calle traía hasta aquella ventana orientada a mediodía. Exhausto, decidí dormir antes de volver al misterio de las hojas de colores. Si lo recordaba.



2.
A esa hora, un día cualquiera de junio, ella estaría bebiendo agua gaseada en la terraza del Harris o en el Leyton. Miraría por encima de sus gafas de sol de concha negra y cristales ahumados tipo Jacqueline Onassis y escribiría en una pequeña libreta de tapas azules o verdes notas sueltas para un poema o para un relato corto. Seguramente Iris y Nacho se dejarían caer por allí y preguntarían por mí. Ella dirá que decidí aprovechar una veta de exquisita locura creativa y me disculpará ante una ausencia que no impediría tomar la noche a tragos. Llevará un traje oscuro corto y recto que no permitirá definir sus líneas corporales y unos zapatos bajos hechos por Luiggi. Reirá como siempre ante las gracietas de Nacho y desviará las miradas de Iris cuando intente adivinar qué está pasando. Picarán algo en el Universal si no logran convencer a Boris de que a más aperitivo más consumición. En un momento dado, como quién no quiere la cosa, pasará al vodka con hielo y limón natural, y creará arpegios de palabras que nunca recuerda apuntar tal como nacen, y serían lo mejor de sus escritos. Es entonces cuando yo debo estar allí, acompañando sus carcajadas con aplausos de promo y bebiendo el aire que la envuelve, tomando notas para futuras novelas.
Me convezco y tras una ducha fría estoy dispuesto a morir por ella. Salgo tocado de sombrero de paja de ala ancha, casaca y pantalones de cáñamo ocre a juego con las sandalias de Luiggi. Salgo con paso decidido y dispuesto a velar armas que impidan la disociación de dos seres. Me meso la barba de tres días y pienso en la noche queriendo que sea estrellada para poder subir al observatorio-azotea y contarle otra vez la historia de Orión y Centauro. Pienso en la boca de carmín y en su mirada de desprecio cuando quiere herir de verdad. Pienso en azul cobalto y en dorados y esmeraldas y grises y negros que no sé qué quieren decir. Y la veo meneando la pierna cruzada sobre la nalga, sujetando el zapato con la punta de los dedos en un equilibrio que nunca le falla, con los brazos apoyados sobre la mesa circular y las manos sujetando su barbilla y me presento con actitud de prestidigitador y me mira y sonríe y no dice nada.
Iris sabe, ya me conoce, pero no la dejo hacer. Beso su frente, y la de Nacho, y busco la boca rabiosa que no se esconde. Boris trae el té del anochecer, cargado de hierbabuena y sándalo y aroma de lima-limón. Sobre el toldo el azul del cielo se emploma y escucho las lapidarias de Perlita que muestran olvido, perdón nunca, y vuelvo a escribir de oídas.



3.
¿Cómo decirte y explicarte?¿cómo ordenar las páginas barajadas que cubren el suelo? Ya no están tintadas, ni refulgen, ni hay humo azul, ni escucho tu voz metálica a través del telefonillo descolgado, ni me hieren las palabras, ni el silencio suena a reloj de pared.
Verás, necesito un camel, no te rías, por favor. No, no vale cualquier cigarro, no es lo mismo. A veces ocurre que una luz se crea y no vuelves a verla nunca, a veces recuerdas un sueño que te parece vivido en otra realidad, y no siempre es explicable. Pero no un camel cualquiera, debe llevar al menos dos años escondido en algún rincón de ésta casa. No te rías, hablo en serio.
¿Recuerdas la noche en la que Pam nos habló de aquella chica que se le aparecía en la piscina de la urbanización cuando estaba sola? Yo la creí, de verdad, no te rías, tenía grabada en la cara una mueca de miedo que no podía ser fingida. ¿No lo crees? Eran figuritas: en unas hojas filigranas de oro, en otras huellas digitales diminutas como de carbón, en las de El oro de Niebla eran ribetes púrpura. Un espectáculo, tú dirás, sólo necesito un camel o, a lo mejor, otro portazo huracanado o pensar con el alma triste en ti, y cada borrador de novela volverá a ser un ente disociado. No te rías Perlita, eso alguna vez lo dijiste tú.

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